En su homilía el Obispo de Roma nos recordó que Jesús “ha derramado su Sangre como precio y como baño sagrado que nos lava, para que fuéramos purificados de todos los pecados”. A través de este “sacrificio de amor infinito” Cristo con su sangre nos libra de nuestros pecados y nos restituye nuestra dignidad, puntualizó el Papa, subrayando que en la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de celebrar este misterio, sino también de alabarlo y cantarlo “por las calles de nuestra ciudad”.
Con la procesión al final de la Misa, Francisco pidió a todos expresar reconocimiento “por todo el camino que Dios nos ha hecho recorrer a través del desierto de nuestras miserias, para hacernos salir de la condición servil, nutriéndonos de su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre”.
Asimismo el Papa instó a sentirnos en comunión “con tantos de nuestros hermanos y hermanas que no tienen la libertad para expresar su fe en el Señor Jesús”. “Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a aquellos hermanos y hermanas a los que ha sido requerido el sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo: que su sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda de paz y de reconciliación para el mundo entero.” En el vídeo se visualiza y escucha la Misa completa presidida por el Papa Francisco y la procesión del Corpus por el centro de Roma. El texto completo de la homilía del Santo Padre es el siguiente:
Vídeo completo en español de la procesión del Corpus con el Papa Francisco
En la Última Cena, Jesús dona su Cuerpo y su Sangre mediante el pan y el vino, para dejarnos el memorial de su sacrificio de amor infinito. Con este “viático” lleno de gracia, los discípulos tienen todo lo necesario para su camino a lo largo de la historia, para hacer extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y fuerza será para ellos el don que Jesús ha hecho de sí mismo, inmolándose voluntariamente sobre la cruz. Y este Pan de vida ¡ha llegado hasta nosotros! Ante esta realidad el estupor de la Iglesia no cesa jamás. Una maravilla que alimenta siempre la contemplación, la adoración, la memoria. Nos lo demuestra un texto muy bello de la Liturgia de hoy, el Responsorio de la segunda lectura del Oficio de las Lecturas, que dice así: «Reconozcan en este pan, a aquél que fue crucificado; en el cáliz, la sangre brotada de su costado. Tomen y coman el cuerpo de Cristo, beban su sangre: porque ahora son miembros de Cristo. Para no disgregarse, coman este vínculo de comunión; para no despreciarse, beban el precio de su rescate».Nos preguntamos: ¿qué significa, hoy, disgregarse y disolverse?
Nosotros nos disgregamos cuando no somos dóciles a la Palabra del Señor, cuando no vivimos la fraternidad entre nosotros, cuando competimos por ocupar los primeros lugares, cuando no encontramos el valor para testimoniar la caridad, cuando no somos capaces de ofrecer esperanza. La Eucaristía nos permite el no disgregarnos, porque es vínculo de comunión, y cumplimiento de la Alianza, señal viva del amor de Cristo que se ha humillado y anonadado para que permanezcamos unidos. Participando a la Eucaristía y nutriéndonos de ella, estamos incluidos en un camino que no admite divisiones. El Cristo presente en medio a nosotros, en la señal del pan y del vino, exige que la fuerza del amor supere toda laceración, y al mismo tiempo que se convierta en comunión con el pobre, apoyo para el débil, atención fraterna con los que fatigan en el llevar el peso de la vida cotidiana.
Y ¿qué significa hoy para nosotros “disolverse”, o sea diluir nuestra dignidad cristiana? Significa dejarse corroer por las idolatrías de nuestro tiempo: el aparecer, el consumir, el yo al centro de todo; pero también el ser competitivos, la arrogancia como actitud vencedora, el no tener jamás que admitir el haberse equivocado o el tener necesidades. Todo esto nos disuelve, nos vuelve cristianos mediocres, tibios, insípidos.
Jesús ha derramado su Sangre como precio y como baño sagrado que nos lava, para que fuéramos purificados de todos los pecados: para no disolvernos, mirándolo, saciándonos de su fuente, para ser preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos la gracia de una transformación: nosotros siempre seguiremos siendo pobres pecadores, pero la Sangre de Cristo nos librará de nuestros pecados y nos restituirá nuestra dignidad. Sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos del cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de reconciliación y de comprensión.
De esta manera la Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica y nos une en comunión admirable con Dios.
Hoy, fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de celebrar este misterio, sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de nuestra ciudad. Que la procesión que realizaremos al final de la Misa, pueda expresar nuestro reconocimiento por todo el camino que Dios nos ha hecho recorrer a través del desierto de nuestras miserias, para hacernos salir de la condición servil, nutriéndonos de su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Dentro de poco, mientras caminaremos a largo de la calles, sintámonos en comunión con tantos de nuestros hermanos y hermanas que no tienen la libertad para expresar su fe en el Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a aquellos hermanos y hermanas a los que ha sido requerido el sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo: que su sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda de paz y de reconciliación para el mundo entero.
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