PERSEGUIDOR A APÓSTOL DE LAS GENTES
La Iglesia Católica, celebra todos los años un octavario por la unidad de los cristianos. Esos ocho días concluyen el 25 de enero, festividad de la Conversión de San Pablo. San Pablo fue un judío célebre por ser perseguidor de los discípulos de Cristo. A Pablo, se le aparece directamente Jesús y, queda convertido en apóstol, de la misma categoría que quienes habían visto y seguido al Señor, durante su vida pública.
Hasta aquel momento el celoso fariseo Saulo estaba convencido de que el plan de la salvación se refería sólo a un único pueblo: Israel. Por eso combatía con todos los medios posibles a los discípulos de Jesús de Nazaret, a los cristianos. Desde Jerusalén se dirigía hacia Damasco precisamente porque allí, donde el cristianismo se estaba difundiendo rápidamente, quería encarcelar y castigar a todos los que, abandonando las antiguas tradiciones de los padres, abrazaban la fe cristiana. En Damasco recibe la iluminación de lo alto. Cae a tierra y en ese momento dramático Cristo le hace ver su error.
En esta circunstancia Jesús se revela plenamente a Pablo como el que ha resucitado de entre los muertos. Desde aquel momento, Pablo es constituido «apóstol» como los Doce. Su llamada es, quizá, la más singular de un Apóstol: Cristo mismo derrota en él al fariseo y lo transforma en un ardiente mensajero del Evangelio. La misión que Pablo recibe de Cristo está en armonía con la que confió a los Doce, pero con un matiz y un itinerario particular: él será el Apóstol de los gentiles.
“Pero acaeció –cuenta el propio San Pablo- que, yendo mi camino, cerca ya de Damasco, hacia el mediodía, de repente me envolvió una gran luz del cielo. Caí al suelo y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres, Señor? Y me dijo: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues.
Este fragmento es parte del discurso de Pablo al pueblo de Jerusalén, y que viene a ser una autobiografía apologética. Pero además es una obra maestra de sutileza apostólica, Pablo intenta demostrar a los judíos que él no es un enemigo de la Ley, como se le había ya acusado, al contrario, el quiere hacer ver que siempre fue celoso observador de la Legislación. Pablo busca destacar que ahora se ha hecho cristiano y ha abierto su campo de acción a los gentiles y, que esto es así por expreso mandato del Cielo.
El hecho tuvo lugar probablemente en el año 36; Saulo y sus acompañantes estaban ya cerca de Damasco. Era hacia el mediodía. De repente una luz resplandeciente los envuelve y caen a tierra. Es de creer, aunque el texto bíblico explícitamente no lo dice, que el viaje lo hacían a caballo, no a pie, y, por tanto, la caída hubo de ser más violenta y aparatosa. Surge entonces el impresionante diálogo entre Jesús y Saulo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?... ¿Quién eres, Señor?”. Parece, a juzgar por la frase de Jesús “duro es para ti pelear contra el aguijón” (cf. 26:14), que, en un primer momento, Pablo trató de resistir a la gracia, como caballo que se encabrita ante el pinchazo, pero pronto fue vencido y hubo de exclamar: “¿Qué he de hacer, Señor?”. Sin duda, este modo de proceder del Señor en su conversión influyó enormemente en él, para que luego en sus cartas insistiera tanto en que la justificación no es efecto de nuestro esfuerzo o de las obras de la Ley, sino puro beneficio de Dios. También la pregunta “¿Por qué me persigues?” debió de hacerle pensar en alguna misteriosa compenetración entre Cristo y sus fieles, que le impulsará a formular la maravillosa concepción del Cuerpo místico (la Iglesia), otro de los rasgos salientes de su teología.
No parece caber duda que San Pablo en esta ocasión vio realmente a Jesucristo en su humanidad gloriosa. Aunque el texto bíblico no lo dice nunca de modo explícito, claramente lo deja entender, cuando contrapone a Saulo y a sus acompañantes, diciendo que éstos “oyeron la voz, pero no vieron a nadie”, y se dice expresamente: “para esto me he aparecido a ti.” Por lo demás, el mismo Pablo, aludiendo sin duda a esta visión, dirá más tarde a los Corintios: “¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, Señor nuestro?” (1 Cor 9:1); y algo más adelante: “Apareció a Cefas, luego a los Doce, últimamente, como a un aborto, se me apareció también a mí” (1 Cor 15,5-9). Y nótese que esas apariciones a los apóstoles eran reales y objetivas (cf. 1,3; 10.41), luego también la de Pablo, cosa, además, que exige el contexto, pues si es que algo valían esas apariciones para probar la resurrección de Cristo, es únicamente en la hipótesis de que éste se apareciera con su cuerpo real y verdadero.
Nada tiene, pues, de extraño que, terminada la visión, Pablo quedara como anonadado, sin ganas ni para comer, atento sólo a pensar y rumiar sobre lo acaecido, que trastornaba totalmente el rumbo de su vida. El estado de ceguera contribuía a aumentar más todavía esta su tensión de espíritu. Sólo después del encuentro con Ananías, pasados tres días, habiendo vuelto a tomar alimento, de nuevo, Pablo cobra fuerzas.
En todo caso, lo que deseo resaltar es que la conversión de San Pablo es uno de los mayores acontecimientos en la historia del cristianismo. Como se ha escrito, “es la muerte repentina, trágica, del judío, y el nacimiento esplendoroso, resplandeciente, del cristiano y del apóstol". San Jerónimo lo comentaba así: "El mundo no verá jamás otro hombre de la talla de San Pablo".
Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo rigorista, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos "para tirar piedras con las manos de todos", como interpreta agudamente San Agustín.
De espíritu violento, se adiestraba como buen cazador para alcanzar su presa. Con ardor indomable perseguía a los discípulos de Jesús. Pero Saulo cree perseguir, y es él el perseguido. Dios es infatigable cazador de almas y alcanzará a Saulo, que se ha emboscado en el recodo del camino que va de Jerusalén a Damasco. El Señor acecha a Saulo, su perseguidor bienamado. A partir de entonces, en el destino de todo hombre existirá ese mismo Dios al acecho, a la espera.
Desde ahora este camino de Damasco y esta caída del caballo, quedarán como símbolo de toda conversión. Quizá nunca un suceso humano tuvo resultados tan luminosos. Quedaba el hombre con sus arrebatos, impetuoso y rápido, pero sus ideales estaban en el polo opuesto al de antes de su conversión. Para San Pablo, en adelante, únicamente Cristo será el centro de su vida. "Todo lo que para mí era ganancia, lo tengo por pérdida comparado con Cristo. Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo. Sólo una cosa me interesa: olvidando lo que queda atrás y lanzándome a lo que está delante, corro hacia la meta, hacia el galardón de Dios, en Cristo Jesús".
La vocación de Pablo es un caso único. Es un llamamiento personal de Cristo. Pero no quita valor al seguimiento de Pablo. En el Evangelio hay otros llamamientos personales del Señor, como el del joven rico que no le siguieron o no perseveraron. "Dios es un gran cazador y quiere tener por presa a los más fuertes" (Holzner “San Pablo Heraldo de Cristo”). Pablo se rindió: "He sido alcanzado por Cristo Jesús". Pero pudo haberse rebelado.
Sin embargo casi todas las llamadas del Señor son mucho más sencillas y por cierto mucho menos espectaculares; éstas ocurren a veces en los acontecimientos comunes de la vida. De algún modo todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos aguarda el Señor en el recodo más inesperado del camino.
Dice Benedicto XVI (A.G. 10.IX.2008) que “Somos conscientes de nuestra debilidad, y también de que nuestra fuerza proviene de Cristo. Humildemente acudimos a su misericordia y al perdón generoso que nos otorga mediante el sacramento de la Penitencia. Por la intercesión de San Pablo pedimos a Dios que Cristo sea nuestra vida y que nada ni nadie nos aparte de su amor”.
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