A continuación ofrecemos la catequesis que el Santo Padre ha realizado esta mañana, recibiendo en Audiencia a un grupo de fieles y de peregrinos de Italia y de todas partes del mundo. La catequesis forma parte del actual ciclo sobre la oración.
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Queridos hermanos y hermanas,
en las anteriores catequesis nos detuvimos en algunas figuras del Antiguo Testamento, particularmente significativas, en nuestra reflexión sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades extranjeras, sobre Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición, sobre Moisés que invoca el perdón sobre su pueblo y sobre Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, quisiera iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar particulares episodios de personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más apreciado por la tradición orante de la Iglesia. Hoy quisiera introducir esta etapa hablando del libro de los Salmos en su conjunto.
El Salterio se presenta como un “formulario” de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su (nuestra) oración, nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En este libro, encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples caras, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos, se entrelazan y se exprimen la alegría y el sufrimiento, el deseo de Dios y la percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como meditación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada en su revelación en la historia. En cuanto a oración, los Salmos son la manifestación del ánimo y de la fe, en los que se puede reconocer y en los que se comunica esta experiencia de particular cercanía a Dios a la que todos los hombres están llamados. Y es toda la complejidad de la existencia humana la que se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los distintos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de agradecimiento, salmos penitenciales, y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.
No obstante esta multiplicidad expresiva, pueden estar identificados dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, conectada con el lamento, y la alabanza, dos dimensiones correlacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y el agradecimiento surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda que la súplica expresa.
En la súplica, el salmista se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o bien, como en los Salmos penitenciales, confiesa la culpa, el pecado, pidiendo ser perdonado.
Él le expone al Señor su estado de necesidad en la confianza de ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y “amante de la vida” (cfr Sb 11,26), preparado para ayudar, salvar, perdonar. Así, por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! […] Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio” (vv. 2.5). Ya en el lamento, por tanto, puede surgir cualquier cosa de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención divina y se hace después explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de agradecimiento y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios, la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, si bien portadora de un deseo radical de vida, Por esto el Salmista exclama, en el Salmo 86: “Te daré gracias, Dios mío, de todo corazón, y glorificaré tu Nombre eternamente; porque es grande el amor que me tienes, y tú me libraste del fondo del Abismo” (vv.12-13). De tal modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.
Exactamente para permitir al pueblo de los creyentes que se unan en este canto, el libro del Salterio fue dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del Salmista inspirado- que se convierte también en la palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica el sentido y la función. Los Salmos se dan al creyente como texto de oración, que tiene como único fin el de convertirse en la oración de quien lo asume y con ellos se dirige a Dios. Porque son Palabra de Dios, quien reza los Salmos le habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de oración.
Algo análogo sucede cuando el niños comienza a hablar, aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones, necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él, poco a poco se apropia de este medio, las palabras recibidas de sus propios padres se convierten en sus palabras y a través de las palabras aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a un mundo entero de conceptos, y crece en ellos, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres finalmente se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que en este momento se han convertido en sus palabras. Así sucede con la oración de los Salmos. Se nos dan para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de estas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuación, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Is 55,8-9), y así crecer cada vez más en la fe y en el amor. Como nuestras palabras no son solo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, así también estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que podemos aprender quien es Dios y, aprendiendo como hablar con Él, aprendemos el ser hombre, el ser nosotros mismos.
Para este propósito, parece significativo el título que la tradición hebrea ha dado al Salterio. Este es tehillîm, un término hebreo que quiere decir “alabanza”, de esta raíz verbal viene la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por tanto, aunque si es multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con sus articulaciones entre alabanza y súplica, es un libro de alabanza, que nos enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su Nombre Santo. Es esta la respuesta más adecuada delante de la manifestación del Señor y de la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que también en la desolación, en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de maravilla y de consuelo, se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “ En ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz” (Sal 36,10). Pero además de este título general del libro, la tradición hebrea ha puesto en muchos Salmos, títulos específicos, atribuyéndoles, en su mayoría, al rey David. Figura de notable espesor humano y teológico, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más distintas de experiencias fundamentales de la vida, Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces, dramáticas experiencias, se convierte en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó el amor, y esto es característico: siempre fue un buscador de Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, también el castigo divino y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey con todas sus debilidades, “según el corazón de Dios” (cfr 1Sam 13,14), es decir un orante apasionado, un hombre que sabía que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque él es una figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que es de algún modo eclipsado por el misterio de Cristo.
Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con la que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más profundo y pleno. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Col 1,15), que nos revela completamente el Rostro del Padre. El cristiano, por tanto, rezando los Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así a realidades inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.
Hermanos y hermanos queridísimos, tomemos, por tanto, con la mano este libro santo, dejémonos enseñar por Dios para dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), abriendo el corazón y acogiendo la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo “Padre Nuestro”.
Padre Roberto Mena ST
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