Wednesday, June 03, 2009

Un amor no hecho a la medida (P. Domingo)

UN AMOR NO HECHO A LA MEDIDA
(Conmemorando el Año del Sacerdocio, declarado por el Papa Benedicto XVI, desde junio 19, 2009 a junio 19, 2010)

Por Padre Domingo Rodríguez, S.T.
Son muchas las situaciones difíciles que nos toca vivir en la vida. Muchas no tienen explicación razonable. Esas incongruencias sin embargo, se tornan un poco más fáciles de manejar, cuando son iluminadas por el elemento de la fe. Me refiero a tales como, ¿por qué muere una madre dejando su bebé recién nacido? ¿Cómo soportar cuando un padre o madre de familia se queda sin trabajo? ¿Adónde acudir ante el desespero de un amor no reciprocado? ¿Qué hacer ante una falsa acusación? Y la larga letanía se hace interminable cuando le añadimos las incongruencias que constituyen el contenido de nuestras plegarias y peticiones diarias al Todopoderoso.
Desde la fe, nos abrimos a toda una dimensión de aceptación y tolerancia a los problemas cotidianos que nos deja boquiabiertos. No hay explicación lógica a la fortaleza que suple la fe para seguir creyendo que la vida vale la pena, aún en medio de la tragedia más horrenda.
Existen otros tipos de incoherencias que son parte de la misma experiencia religiosa. Creemos que el sufrir nos hace fuertes, que el negarnos a nosotros mismos, nos ayuda a madurar, que la disciplina del ayuno y la abstinencia robustecen el carácter, que la entrega generosa nos hace menos egoístas. En resumen, aprendemos que en cuestión de la vida espiritual, ¡el ser menos nos hace ser más!
Lo que nos trae a considerar un tema que ha estado en los medios noticiosos por demasiado de tiempo. Me refiero al tema del celibato sacerdotal. La incongruencia vivida por un sacerdote en un momento dado no establece la norma, pero la desafía. Y no sé si ven la conexión de este tema con lo arriba mencionado. O sea, que en la experiencia de fe, como en la realidad de la vida, siempre han existido y existirán paradojas que sacuden el corazón humano.
Un hombre es llamado, como antojo del Espíritu, a la vida sacerdotal. A entregar su vida como mediador entre el misterio de la divinidad y la humanidad. La respuesta a ese llamado es libre y voluntaria. Dios no obliga a nadie. Sin embargo, la vocación sacerdotal, sí viene con unos requisitos, como lo es la vocación al matrimonio que también es libre y voluntaria.
Sean cual sean los antecedentes históricos respecto a la disciplina del celibato actual, la verdad es que en este momento, no existe otra alternativa. Y aquí no estoy presentando una tarima ni a favor ni en contra del celibato según lo conocemos. Lo que me interesa es contemplar la incongruencia del celibato como tal. Paradoja es que el sacerdote “engendre continuamente vida espiritual en el pueblo que sirve” y que le llamen “Padre”, mientras lleva una vida “fértil” en su abstinencia sexual. Incongruencia es que el sacerdote se apasione por la Palabra de Dios, se apasione por el pan y el vino que consagra, se apasione por la belleza y grandeza que le toca vivir en su servicio a los demás, y que no se le permita canalizar toda esa misma pasión, como don de Dios, en un abrazo sexual sacramental en el matrimonio.
Triste opción siempre será, el defender el celibato desde el cansado argumento de que “si se casa no podría servir con entereza a Dios y su Iglesia”, arriesgando así el menospreciar y desvalorar a aquellos sacerdotes, hombres consagrados del Rito Oriental Católico que sí, se casan y sirven con la misma entrega y pasión. Pobre argumento y pobremente definido será siempre el explicar el celibato como “prohibición o abstención del matrimonio”. Se arriesga de esta manera desprestigiar toda la grandeza del sacramento que consagra a unos cónyuges y los destina a la misma santidad universal de la cual nos habla tan elocuentemente, el Capítulo V de Lumen Gentium (la Constitución Dogmática de la Iglesia Católica). Nunca es sabio ni mucho menos recomendable, enaltecer una disciplina eclesiástica como lo es el celibato, a riesgo de desacreditar un sacramento, como lo es el matrimonio con toda la grandeza que lo caracteriza.
Sugiero a modo insistente, que expliquemos el celibato como el “don de un don”. O sea, el sacerdote como todo hombre, recibe el don de engendrar la vida, sembrando su semilla en el vientre de una mujer, en el acto sublime del abrazo conyugal. El sacerdote, valorando y atesorando su grandeza de hombre, reconociendo ese don preciado, se enamora de Dios y le entrega libremente ese don, como máxima expresión de ese amor. Por eso el celibato es el don de un don. Como Cristo mismo, que en su entrega total, afirmó que a Él nadie le quitaba la vida, que la entregaba libremente (San Juan 10/18), así también el sacerdote. A mí, sacerdote de Jesucristo, nadie me quita mi capacidad de amar a una mujer y de ella y con ella, engendrar la vida. Yo la entrego libremente, como expresión de mi locura de amor, plenamente consciente de las consecuencias y de que amor mayor no existe.
El amor, desde la vivencia humana siempre será un misterio. Hay que reconocer que la expresión de amor es más grande que la vida misma. Cuando en ese arrebato inexplicable, los enamorados actúan fuera de lo común, se les juzga como “locos o locas”. ¡Claro, los que juzgan no están envueltos en la experiencia! En lo referente al amor del sacerdote por el Dios que lo enamora, tenemos que continuamente reconocer, que ese amor “no está hecho a la medida”. El sacerdote como tal, no importa cuanta santidad alcance lograr, nunca dará la talla apropiada. Lo que es irónico aceptar es que es su pecado personal lo que lo capacita para identificarse con el pecado de los demás. Desde su poquedad…se convierte en un gran confesor, compadeciéndose de la debilidad de los demás, la misma que en sí ha conocido, llorado y perdonado. Ahí el testimonio más persuasivo y convincente… ¡ése sí, es el Sacerdocio de Jesucristo!

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