La Iglesia presenta un gran modelo en san Martín de Porres, el famoso religioso dominico que ingresó en el convento del Rosario en Lima en 1594 como un ‘donado’ o criado. Esto debido a que se le impedía abrazar los votos religiosos por su condición de hijo ilegítimo, más que por el hecho de su raza negra como algunos argumentan.
Sin embargo fue su vida virtuosa, su atracción por imitar a Cristo y un conocimiento difuso de Dios --constatado día tras día por los frailes de su comunidad--, lo que le permitió ser admitido como religioso de la orden de Santo Domingo en 1603. Así, entre emoción y sorpresa para la época, Martín se pondría un hábito que aún hoy, miles de devotos lo visten en noviembre con la esperanza de imitar siquiera en algo a “Martín de la Caridad”, como lo llamó el papa Juan XXIII hace 50 años, cuando lo proclamaba santo en la Basílica de San Pedro.
¿Cómo se enamoró Martín así de Cristo, al punto de dejar atrás la posibilidad de surgir que le ofrecía su padre español? ¿Qué lo movió a entrar en un ‘sistema’ donde solo le esperaba marginación y humillaciones por su origen? ¿Hasta qué punto era su fascinación por la orden dominica, que ofreció venderse como esclavo cuando el convento estaba en quiebra?
Estas y otras preguntas surgen sobre este limeño, confirmado según dicen por el mismo santo Toribio de Mogrovejo: ¿En qué plaza pública escucharía Martín la palabra de Dios? ¿Quién se interesaría en hablarle de Jesús? ¿Cuántos mendigos enfermos habría tenido que ver abandonados por la calle, para entender su vocación?
Pero Martín no se santificó solamente atendiendo a los menesterosos --para los que fundó un albergue con la ayuda de benefactores, quienes buscaban su consejo espiritual--, sino que también lo hizo en el servicio a sus hermanos de comunidad, a su nueva familia... Se sabe que limpiaba el convento, visitaba y aliviaba con hierbas medicinales a los frailes, les cortaba el cabello, cocinaba y hasta atendía a los animales enfermos, velando para que no les faltase alimento. Es famosa la historia de que hacía comer de un mismo plato a “perro, pericote y gato” para que dejaran de pelear, lo que ha llevado a ser visto como un ‘Francisco de Asís peruano’, también atento al equilibrio de la creación.
Hoy, que se pierden horas ante los medios de comunicación y en las redes sociales, sin más interés que la curiosidad, el exhibicionismo o el voyeurismo, se nos presenta “San Martincito” como un cristiano que consumía sus horas entregado a los demás, abrazado de un fuego interior por servir, y que lo llevaría finalmente a los altares.
Hoy, que la Iglesia quiere hacer una segunda cosecha a través de la nueva evangelización, bien podría encontrar en los santos como Martín de Porres, modelos de estilo ya sea como evangelizado o como evangelizador.
En un rápido recorrido se podría identificar que como evangelizado, le presentaron a Cristo de una forma tan sencilla y directa --probablemente en espacios públicos--, que lo enamoraron del Mensaje-Persona. Luego le indicarían las obras de misericordia y las bienaventuranzas, como el mejor modo de convertir en fruto aquella semilla sembrada, abonada y regada en él.
Y como evangelizador, está claro que se puso en manos del ‘jardinero’ del evangelio para que lo pode, le quite lo que aún le quedara como indeseable a los ojos de Dios --lo inútil--, y lo someta a la humildad más radical. De este modo, vería brotar un nuevo ser, atento a las necesidades de los demás, utilizando su tiempo “en ocuparse de las cosas de su Padre”, y predicando como catequista o doctrinero de la época.
Hoy que el mundo entero celebra los 50 años de la canonización de “Fray Escoba”, apelativo que en sí mismo resume todo lo dicho, su figura se alza como un gran árbol que puede nutrir a muchos de savia evangelizadora; o también para protegerse a la sombra de tanta sobrexposición, que a veces enceguece los nobles objetivos que se tienen al principio.
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