Tres obstáculos a superar
Raniero Cantalamessa, en su calidad de predicador pontificio, ha tratado recientemente sobre algunos de los obstáculos que se oponen a la evangelización en no pocos países de vieja tradición cristiana. Los obstáculos por él considerados son el cientificismo, el secularismo y el racionalismo. En este artículo se reflexiona sobre estos obstáculos y el modo de superarlos.
El cientificismo ateo
Por cientificismo ateo entendemos aquella corriente de pensamiento que afirma que el único conocimiento válido es el de las ciencias positivas, excluyendo pues de dicha validez al pensamiento religioso, al teológico, al ético y al estético. Así, "2+2=4" es conocimiento válido, pero "Dios existe" y "no es lícito asesinar" no son conocimientos válidos. El cientificismo ateo presenta los rasgos siguientes: 1) únicamente la ciencia positiva es un conocimiento objetivo y serio de la realidad, 2) el conocimiento científico es incompatible con la fe, ya que ésta se basa en presupuestos indemostrables y no falsables (esto es, no susceptibles de ser demostrada su falsedad), 3) la ciencia ha demostrado que es innecesaria la hipótesis de la existencia de Dios y 4) la gran mayoría de los científicos son ateos.
El cientificismo ateo es insostenible. Al prejuicio cientificista objetamos su falta de memoria y de realismo, ya que muchísimos científicos de primera línea son creyentes. Además, no pertenece al objeto de la ciencia positiva afirmar ni negar la existencia de Dios, ni decir si se ha de asesinar o no. Es necio pues asentar que la ciencia positiva afirma que podemos prescindir de la existencia de Dios. A su vez, es de sentido común afirmar que e xiste algo más allá de la ciencia positiva. Así, por ejemplo, sabemos que "hemos de respetarnos", aunque al respecto nada pueda decirnos la ciencia positiva. Además, ¿por qué dicen que lo "serio·" es afirmar que "2=2" y que no lo es decir que "debemos respetarnos"? La inaceptabilidad del cientificismo ateo coexiste con la gran valía de la ciencia positiva, la cual es compatible con la fe católica, porque la verdad no puede contradecir a la verdad.
Propiedad importantísima del cientificismo ateo es su gran infravaloración de la persona humana. El hombre queda convertido en un mero punto inextenso que es engullido por un magnífico Cosmos "infinito". El hombre Cristo es entonces una insignificancia marginal en el impresionante mar de la historia. Así se llega a anteponer el gigantesco macrocosmos al infinitesimal ser humano. Así se desemboca en un océano sin fondo, cuya s aguas son las de un penoso anti-humanismo ateo.
La belleza, bondad y valor extraordinario de la verdad cristiana resulta mucho más importante que la refutación del cientificismo ateo. En efecto: Dios, -Bondad y Amor infinitos-, ha creado al hombre a imagen de un ser de Belleza infinita, Dios. El todopoderoso Hijo de Dios se abaja, encarna, nace, se hace niño que no habla... y muere, por el hombre, por su salvación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga "Dios". Esto es, el hombre, aunque infinitamente superado por Dios, por la gracia santificante participa de la naturaleza divina, habita en su alma la Trinidad, vive vida sobrenatural y es heredero de la vida de la gloria eterna. El ideal máximo es la santidad.
Se constata que la contraposición entre religión católica y cientificismo ateo es un shock o choque super-impactante. Por un lado, en el cientificismo ateo, el padre Cosmos devora a su diminuto hijo, ser humano. Por otro, en la religión católica, un Hombre, Cristo, es el centro del Cosmos y de la historia, Dios, Ser supremo e infinito, persona divina, Creador del cielo y de la tierra, redentor que deifica, alfa y omega, fin supremo. Así el super-vértigo mortecino del cientificismo ateo tiene ante sí al humanismo teocéntrico del cristianismo, canto a la vida, resplandor refulgente y amable afirmación super-sobrecogedora de la inmensa dignidad de la persona humana.
El secularismo
Distinguimos entre secularidad y secularismo. Una legítima secularidad sostiene equilibradamente una legítima autonomía del ámbito terreno. Esta justa mesura conlleva que la religión no se entremete en el ámbito terreno y que éste, a su vez, no se excede, respetando lo religioso. Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Distinción ésta que no olvida que también el César es de Dios. Por secularismo entenderemos aquí la afirmación del siglo temporal por oposición al siglo futuro o eternidad. El secularismo opone lo secular (mundo) a lo religioso o más allá. Las consecuencias del secularismo son dramáticas. El secularismo daña gravemente a la religión, pues sin el horizonte de la eternidad la fe se apaga. Sin la existencia del cielo los cristianos seríamos los más desgraciados de los hombres (cf. 1 Cor. 15, 19).
Por la fe poseemos un gran conocimiento del más allá. El proceso histórico de la revelación del más allá es progresivo, es decir, ascendente, alcanzando en el Nuevo Testamento la cumbre de su ascensión o plenitud de la revelación. En este itinerario histórico lo primero es la afirmación de la existencia de Dios, sólo después está la del más allá. Se cree en el más allá porque se cree en Dios, no viceversa. Así, pues, en este iter la creencia en Dios no surge como necesidad de creer en un premio ultraterreno, como afirmaban Marx, Feuerbach y Freud. A su vez, en la revelación neotestamentaria el cielo se funda en el poder divino y la resurrección de la carne en la de Cristo Dios. Consideraré ahora el encuentro entre las concepciones cristiana y pagana sobre el más allá. Pitágoras concebía la muerte como liberación de la cárcel del cuerpo. Platón heredó esta doctrina y la fundó en la espiritualidad e inmortalidad del alma. Pero esta filosofía platónica era únicamente patrimonio intelectual de una minoría. La concepción pagana generalizada era la de la vida mortal como vida verdadera, a la que sucedía una vida de sombras, oscura, no verdadera. El gozoso anuncio cristiano de la existencia de una vida eterna inmensamente superior impresionó a los paganos y triunfó.
La concepción del más allá que triunfó sobre el paganismo, ha conocido un retroceso en la mentalidad actual. ¿Qué ha ocurrido? Los ateísmos decimonónicos, particularmente el marxista, afirmaron que la creencia en el más allá aliena al hombre de ocuparse en lo terreno. La eternidad se hizo sospechosa. De la sospecha, por el materialismo y el consumismo, se pasó al olvido y al silencio de la eternidad. Incluso se menospreciará que un hombre culto considere la eternidad. La fe en la eternidad devendrá tímida y reticente. No pocos creyentes dejarán de tomarse en serio la eternidad. ¡Trágico! Suprimido el horizonte de la eternidad, el deseo natural de vivir siempr e, ya distorsionado, se convierte en el deseo de vivir bien, aún a costa de los demás y, entonces, el sufrimiento se hace más doloroso (cf. 1 Cor. 15, 32).
Más importante que la refutación del secularismo es el resplandor de la creencia en la eternidad, especialmente cuando ésta va acompañada del testimonio de vida. Todo hombre posee un deseo natural de felicidad. "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti", escribió San Agustín. Este deseo de Dios, del más allá, es el deseo del hombre. Este deseo es un correlato del más allá. Este deseo no aliena, sino al revés. Pues no desprecia el mundo quién desea la eternidad, sino que no desea la vida quién no quiere vivir siempre. Pero, ¿cómo a una vida temporal puede corresponder una remuneración eterna? Ante esta objeción afirm amos que Cristo, Dios eterno y hombre temporal, Verbo encarnado, es lo eterno en lo temporal y ante Él cabe tomar una decisión de alcance eterno. Además, lo eterno no se limita a lo lejano, lo eterno no es sólo esperanza, es también presencia. Los creyentes, aunque inmersos en la temporalidad, poseemos ya la vida eterna, porque ésta consiste en conocer a Jesucristo. En el cielo se goza, ama y contempla a Dios, simultánea, eterna e intensamente. La gracia es ya el inicio de la gloria, su semilla, poseemos ya incoada la vida eterna, aunque aún no su plenitud. La presencia de la eternidad en el tiempo se llama Espíritu, Dios. Y el Espíritu habita en nosotros por la gracia santificante.
La fe en el más allá es muy importante para la evangelización. Sólo el cristianismo da respuesta a las grandes preguntas, particularmente a la siguiente: "¿A dónde vamos?". Porque el cristianismo dio una respuesta más plena a esta pregunta pudo interesar e introducirse en Inglaterra. Tal vez de manera análoga podrá reintroducirse en Europa. A este respecto los funerales suponen una ocasión de oro para la evangelización. Pero, la fe en la eternidad, no sólo es importante para la evangelización, importa también mucho para la propia vida como acicate o empujón hacia la santidad. Desde el horizonte de la eternidad, el peso de la tribulación es pequeño porque es pasajero, el peso de la eternidad es desmesurado, porque es eterno. La esperanza nos dice que la muerte es paso de las sombras a la realidad y no viceversa. ¡Vamos a la casa del Padre! Por el contrario, el debilitamiento de la idea de la eternidad nos debilita ante las pruebas de la vida y ante el sufrimiento. Sin creer en la eternidad incluso resulta duro cerrar los ojos ante un espectáculo inmoral.
El racionalismo
El racionalismo es una corriente de pensamiento que acentúa de tal modo el papel de la razón que llega a ser usurpadora, erigiéndose incluso en el juez último en materia de fe. Pero, la razón no es juez de la fe, sino que hay armonía entre ambas. La fe, como la conciencia moral, es racional sin necesidad de ser demostrada por la razón. Es una cerrazón dictatorial pensar que no ha de aceptarse otra cosa que lo que diga la razón. Es mucho más sensato afirmar que hay algo más que lo que ve la razón.
El racionalismo es inaceptable, pues el entendimiento finito y puramente humano, que no es otra cosa que la mente de un ser que es siempre niño, no es juez del entendimiento divino, infinito, omnisciente. Dios sabe más que el hombre. El hombre no vence a Dios. La balanza siempre se inclina del lado de Dios, el saber divino siempre pesa más que el saber humano. La fe católica es enseñanza verdadera. Afirmado de manera más breve: La fe es la verdad. La razón no es juez de la Verdad, sino que la verdadera razón es la que se somete a la verdad, la verdadera razón es razón verdadera, pero Cristo es la Verdad. La razón verdadera es la que se somete a la Verdad, la que se subordina a Dios, la que está rendida a los pies de Cristo Dios. Más es la Palabra que el hombre, más es la palabra divina e infalible que la palabra humana. En otras palabras, el fulgor y el esplendor de Cristo, brilla inmensamente por encima de la tenue luz encendida en la diminuta caña pensante.
Para convencer de la fe conviene no reducirse a un puro intelectualismo; mucho convendrá acompañar el argumento racional con la experiencia y el testimonio de vida. Experiencia de vida que comunicada es también camino hacia la fe. La sorpresa y lo numinoso son vías hacia la fe. El sentimiento de lo numinoso acompaña a todo hombre: hay un estremecimiento que embarga al encontrarse ante la revelación del misterio (tremendo y fascinante) de lo sobrenatural. También la misma creación, al ser signo divino, al ser contemplada puede provocar la experiencia de lo numinoso y de lo divino. Análogamente, consideraciones como el enamoramiento, una gran alegría y el nacimiento del primer hijo, pueden levantarnos a una nueva dimensión. Si recuperásemos la capacidad de sorprendernos ante estas realidades, estaríamos mejor dispuestos para recuperar el sentido de lo sagrado.
La experiencia de la irrupción repentina e inesperada de lo sagrado si es acogida como vivencia profunda dará lugar a los testigos de Dios. Entre los santos testigos de Dios merecen particular atención los místicos. Estos son los que han padeci do a Dios, es decir, han tenido una experiencia especialísima de Dios Amor. Los místicos se han encontrado con el Dios vivo, han experimentado al Dios real, realísimo, y son testimonios de habérselo encontrado, pruebas vivas de Dios, gracias a ellos recibimos fulgores de la vida eterna. El hombre contemporáneo escucha con mayor gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan. Así, a Edith Stein, atea, la lectura de una obra de un testimonio místico la llevó al inmediato descubrimiento del Dios vivo.
A modo de conclusión: el esplendor de la fe
Hemos visto como brilla la fe sobre tres obstáculos: cientificismo, secularismo y racionalismo. En estos tiempos apasionantes en los que vivimos la existencia de estos grandes obstáculos no ha de ser un motivo de pesimismo, sino de optimismo. En el atletismo cristiano los obstáculos son medios para sup erarse, las cumbres son para conquistarlas; cuanto más altas sean, más esplendorosa será la victoria. La historia de la Iglesia nos muestra como no hay reto en el que Dios pierda. Un pequeño puñado de hombres, que en comparación con el inmenso mundo, eran como un reducido grupo de enanos o de hormigas bajo los pies de un gigante, lograron cambiarlo. No lo cambiaron ellos, sino el Espíritu Santo, el poder infinito de Dios, su energía incomparable. La Iglesia ha vencido frente a innumerables ideologías, herejías, sufrimientos y martirios. De aquel pequeño puñado de hombres, empapados en la herida ensangrentada de la mano de Cristo, se ha llegado a que en la actualidad hay mil doscientos millones de católicos, la cifra más grande de católicos desde la Creación del mundo. Los católicos estamos en compañía del Invencible, del Todopoderoso. Para vencer los obstáculos mencionados lo que necesitamos es dejar hacer a Dios, ser otros Cristos, estar muy unidos a Dios, ser santos. El mundo lo que necesita son santos. Unidos a Dios por el fervor de la oración. Unidos a Dios por la frecuencia de los santos sacramentos, Eucaristía y Penitencia. Unidos a Dios, siendo instrumentos de Dios y apóstoles de Cristo, lograremos grandes maravillas. Unidos a Cristo por el amor a Dios, un amor dispuesto a darlo todo por Él, dispuesto a alcanzar la plenitud. Entonces no sólo se superarán estos obstáculos, sino que el fruto será inmensamente superior. Brillará entonces la maravillosa, dichosa, cálida e incomparable antorcha de la fe amorosa, la fe que hace santos, apóstoles, hombres piadosos, enamorados, ¡Luz de Cristo, luz de Dios!
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