Saturday, January 19, 2013

conversion liturgica: arte de celebrar y participar



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La “liturgia” se ha convertido en el tiempo posconciliar en un punto de desencuentro entre diversos grupos en la Iglesia: entre liturgistas y pastoralistas en el ámbito más intelectual, y entre quienes adoran el misterio y quienes quieren celebrar la vida en el ámbito comunitario. Basta acercarse a unas comunidades cristianas o a otras para percibir sorprendentes diferencias. Hay asambleas importantes en las cuales se muestra un cierto desdén ante las formas y textos litúrgicos y se suplantan por presentaciones, gestos, ornamentos que poco o casi nada la evocan. 

Las cuestiones que nos planteamos

Hago este planteamiento inspirado y a partir de las reflexiones de Louis-Marie Chauvet, profesor emérito del Instituto Católico de París, en una lección ofrecida en la Academia norteamericana de Liturgia con motivo de un premio que le fue concedido en enero del 2009 y que se titulaba: Are the words of the Liturgy worn out? (¿están agotadas las palabras de la Liturgia?). Se trata de un autor que siempre me ha inspirado y orientado en mi reflexión sobre la teología sacramental y se lo agradezco.
No pocos se lamentan de la dificultad que entraña el lenguaje litúrgico: el estilo y contenido de las oraciones, el tono, la voz, la postura, los gestos del presidente de la Asamblea y los ministros, la gramática de la celebración … La dificultad del significado va más allá de las palabras usadas; el lenguaje de la liturgia es ordinariamente más sencillo que el lenguaje de la teología. Tomadas individualmente se pueden entender todas las palabras, pero en el conjunto resultan extrañas. ¿Qué se quiere decir cuando proclamamos en la celebración litúrgica: “está sentado a la derecha del Padre”, “es justo y necesario”, “bajó a los infiernos”, “Hosanna, hosanna”; o la redundancia del “santo, santo, santo”? Probablemente muchos fieles no sabrían qué responder. Otras veces la dificultad proviene del tono de voz (engolamiento, proclamación, falta de naturalidad, a veces, teatralidad). Cuaquiera entiende la expresión “¡oremos!” como una invitación dirigida a toda la Asamblea litúrgica, pero son muy pocas las personas  que en ese momento se ponen a orar; otras se quejan de que no se les ofrezca un espacio de silencio para hacerlo.
Frecuentemente la asamblea se deja llevar por el ritmo litúrgico pero no distingue si se encuentra en el momento de la invocación al Espíritu (epíclesis) o en la anámnesis, o en la petición escatológica; sí entiende mejor otros momentos como el tiempo de las lecturas, el ofertorio, la consagración y la comunión.
El estilo de las oraciones dominicales, por ejemplo, no responde a nuestra forma ordinaria de orar; podemos entender lo que dicen las palabras; pero nos resultan poco comprensibles dado que nuestro  modo ordinario de orar -y aquel que enseñan no pocos maestros de espiritualidad- no va en esa línea. Recordemos por ejemplo la oración inicial de dos domingos del tiempo ordinario:
“Oh Dios que has preparado bienes inefables para los que te aman, infunde tu amor en nuestros corazones, para que amándote en todo y sobre todas las cosas, consigamos alcanzar tus promesas, que superan todo deseo” (domingo vigésimo del tiempo ordinario).
“Oh Dios, fuente de todo bien, escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda” (domingo décimo del tiempo ordinario).
Estas oraciones litúrgicas piden que nosotros nos configuremos con la voluntad de Dios y no que Dios atienda a nuestros deseos. Esta forma litúrgica de orar nos pide un cambio de paradigma para dar calidad a nuestra relación con Dios. Las oraciones litúrgicas son todo un ejemplo de ello.
No debemos olvidar que la celebración litúrgica nos introduce en los misterios del Reino (Mt 13), en el misterio de Cristo (Col 4,3). Nada tiene que ver con la asistencia a un espectáculo religioso, en el cual unos son actores (celebrante y sus ministros) y otros meros espectadores (los fieles). La liturgia no es ficción. Por ser una participación simbólica en el misterio de Cristo, es “sacramental” y está basada en  un salto de nivel: de la habitación normal a la iglesia, del pan y vino normales al pan de vida y la bebida de salvación… .

“Actuosa participatio”: participación activa

Los Padres del Concilio Vaticano II se interesaron mucho por la “simplificación” y la inculturación de la liturgia, de modo que resulte accesible a todo el mundo. Ellos sabían muy bien que no bastaba con traducirla del latín a las lenguas vernáculas; se trataba de algo mucho más serio y profundo. Los Padres del Concilio Vaticano II rechazaron absolutamente una interpretación “mágica” de la Liturgia, pero sí optaron por una interpretación “mistérica”. Es decir, para ellos, la liturgia es, ante todo, iniciativa de Dios, acción de Dios en medio de su comunidad. Lo importante en cada celebración no es la sobreactuación de la asamblea o del ministro presidente, sino la acogida comunitaria de la acción misteriosa y sacramental de Jesús, por medio del Espíritu. No se participa más por el mero hecho de que toda la gente cante, o que algunas personas pasen del fondo de la Iglesia a los puestos de adelante, o por la cascada de moniciones que intentan explicarlo todo y hacer consciente a la comunidad de lo que se está haciendo o leyendo. No es el ruido, las palabras, el movimiento, lo que hace una celebración más participada.
La constitución de liturgia en el n. 30 nos pide promover una “activa participación” de los creyentes y que se observen zonas de “silencio sagrado”. No se trata del silencio por el silencio, sino de ofrecer espacios para la interiorización y apropiación personal. Sin interiorización y personalización la liturgia no cala en el corazón de los creyentes y queda bloqueada su fuerza transformadora. Participar no es solamente “entender”, sino “ser iluminados”.
La liturgia no se confunde con una clase de teología, con una conferencia sobre la situación política, con un momento de concientización ciudadana. La liturgia nos introduce más adentro: en el Misterio de Dios que nos promete constantemente su Reinado y nos hace comprender cuáles son las claves de la transformación de este mundo y de la solución de sus problemas.

La función del celebrante: ars celebrandi.

Se ha dicho -y acertadamente- que el vocablo “liturgia” procede del término griego “ergon” que significa “acción, obra”. Liturgia no es un vocablo propio del discurso intelectual, como puede serlo el vocablo “teo-logía”. La liturgia no es un minicurso de teología; en ello la convierten algunos celebrantes ilustrados. La liturgia funciona con símbolos y con símbolos sencillos, humildes: comer un poco de pan y beber un poco de vino representan el banquete celestial. Se puede ser un gran experto en teología de la eucaristía y no participar adecuadamente en ella, por muchas elucubraciones mentales que uno elabore durante su celebración. Sin embargo, nos encontramos con reacciones en los fieles que, a pesar de su incultura teológica, se expresan así: “¡Qué bella Eucaristía; me he emocionado; he sentido no-sé-qué!” La no-comprensión intelectual está estrechamente vinculada con el misterio de la liturgia.
A través de la liturgia Jesús extiende su Pascua, continúa sus apariciones pascuales que tocan el corazón del ser humano y desde las situaciones más diferentes lo emocionan y transforman. No somos nosotros los que hacemos la Liturgia, es la Liturgia la que nos hace. El Espíritu Santo es el gran protagonista de la Liturgia. En el número 6 de Sacrosanctum Concilium fue introducida la expresión “por fuerza del Espíritu Santo”, que faltaba en el esquema primero; la expresión se encuentra en un lugar estratégico -dentro de la Constitución- que  asegura suficientemente la dimensión pneumatológica de toda la liturgia.
Para expresar este misterio la Liturgia, basada en la tradición bíblica y patrística, nos ofrece unos textos que han ido sedimentando con el paso de los siglos. ¡Textos que tienen sonoridad, ritmo, belleza, hondura teológica y espiritual! No decimos que esos textos hayan de permanecer intangibles, pero sí que no sean sustituidos a la ligera por improvisaciones vulgares, sin inspiración, superficiales; que se evite la vulgaridad, la ramplonería que priva a la liturgia de su poesía, de su insinuación, de su misterios transparencia. ¡Hay celebrantes y ministros que destrozan obras de arte de la comunidad cristiana! ¡Que no sintonizan con la gran comunidad y sobreactúan como dueños y señores de la herencia recibida de Dios a través de los siglos. Convierten el arte en obscenidad -entendida la palabra en su sentido etimológico, es decir: sacan de su escenario propio la celebración litúrgica-.
El Concilio Vaticano II no nos invita al inmovilismo, sino a la fidelidad creadora. No podemos designar como “creativa” una ocurrencia vulgar, un canto que se compone para ser cantado en el último instante, un poema que se escribe bajo el signo de la urgencia, una celebración que se improvisa desde el activismo pastoral. La capacidad creadora solo adviene tras la inspiración, es decir, la acción del Espíritu en el artista. La Iglesia tiene el derecho de juzgar si lo que se presenta como inspirado, lo es realmente -tal como sucede en las Iglesias orientales con la consagración de los iconos-. Ciertos presbíteros pueden estar actuando como “déspotas sobre el pueblo de Dios”, imponiendo a todos sus superficiales juicios y opiniones. El pueblo de Dios merece mucho respeto y nadie debe convertirse sin más en su portavoz. He aquí, pues, algunas reflexiones conclusivas:
  • La liturgia de la Iglesia no es propiedad de una persona, ni de una comunidad, sino de toda la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, la liturgia debe encarnarse, inculturarse en cada iglesia o comunidad local. Aquí es preciso armonizar la comunión con todas las iglesias y la particularidad carismática de cada Iglesia. Para ello, es necesaria inspiración que nazca de Dios, equilibrio y armonía, discernimiento local. ¡Es responsabilidad de las iglesias particulares!
  • La norma del arte de celebrar debería ser: “no digas lo que haces; haz lo que dices”. El primer nivel de creatividad que permite participación en una forma fructuosa en la liturgia está en el “hacer”. Hay que hacer la liturgia bien. Si decimos  “oremos”, deberemos hacer todo lo posible para que eso acontezca y lo facilite. ¿Porqué no añadir en ese momento algún gesto, alguna palabra que introduzca a la comunidad en oración? Para que esta oración sea auténticamente seria es preciso que el presbítero actúe no como lector, sino como orante. “Decir misa” era una expresión inadecuada totalmente, que mostraba una realidad penosa: el presbítero que lee, que dice, pero no que actúa ante Dios y en nombre de Dios. Se requiere una cierta capacidad creadora  e inspiración en el “hacer”. Muchas dificultades de acceso al sentido de las celebraciones litúrgicas se resolverían si los ministros ordenados “hicieran lo que dicen”, sabiendo que con poco se puede hacer mucho.
  • Los ministros ordenados tenemos mucha responsabilidad: hemos recibido el oro de la Liturgia del concilio Vaticano II, ¿qué estamos haciendo con este tesoro? La formación litúrgica no se reduce a lo aprendido -y a veces mal aprendido- en los años de formación teológica. La educación litúrgica debe durar toda nuestra vida ministerial. Un ministro ordenado debe descubrir la “mística” de aquello que celebra para facilitar escenaarios de auténtica espiritualidad. La liturgia fue considerada por los Padres Conciliares como “culminación y fuente” de la vida y misión. También necesitamos una “conversión litúrgica” que nos lleve a valorar los Sacramentos, a descubrir “su gracia transformadora”, a acogerlos como los grandes regalos de Dios y de su Presencia entre nosotros, a personalizarlos para que el Espíritu nos potencie y lance como testigos de la Resurrección y del mundo que Dios Abbá soñó.