El 9 de octubre del 2008 se cumplen 50 años de la partida del papa Pacelli, Pastor angelicus, desde esta tierra hacia la eternidad de Dios. En el transcurso de estos cincuenta años han tenido lugar no pocos acontecimientos de gran envergadura en la historia de la Iglesia y en el desarrollo integral de los pueblos, así como en las relaciones internacionales. La historia humana ha entrado en un proceso continuo de aceleración sin igual, que hace que estos cincuenta años, con todas sus peripecias, con sus luces y sombras, puedan parecer muy distantes de nuestro presente y, por tanto, menos conocidos y menos influyentes en los hombres de nuestro tiempo. Sin embargo, medio siglo es, incluso hoy en día, un período de tiempo suficientemente amplio para lanzar la mirada, con perspectiva histórica, a un pontificado y analizar con prudencia y perspicacia, saber y honestidad, su huella y significado en la Iglesia actual y en la humanidad de nuestro tiempo.
La historia, desde sus comienzos, es un campo de batalla en el que actúan simultáneamente las fuerzas del bien y del mal. Como creyentes estamos convencidos de que las fuerzas del bien triunfarán sobre las del mal (las puertas del infierno no prevalecerán contra ella), pero el triunfo final no excluye batallas perdidas ni escaramuzas del maligno y de sus secuaces por tergiversar hábilmente la verdad y crear abundante confusión en la mente de los hombres. En estos cincuenta años la persona y figura de Pío XII ha estado sometida a estas dos fuerzas de la historia. Ha sido exaltado y glorificado como un hombre de gran estatura moral, de finísima sensibilidad, de mente brillante y de notabilísima inteligencia, de “buen samaritano” para tantos damnificados de guerra, especialmente judíos, de diplomático perspicaz y super partes, de infatigable capacidad de trabajo metódico al servicio de la Iglesia y de la humanidad, de papa dotado de gran nobleza de alma y de elevación mística. Ha sido a la vez maltratado casi hasta la saciedad y brutalmente denigrado como un pontífice intransigente y autoritario, un “vendido” a Hitler y al fascismo, un enemigo del pueblo judío, un obsesionado por el comunismo ateo, el último papa “monárquico y absolutista” amante de las ceremonias fastosas y de las palabras y gestos grandilocuentes. En definitiva, Pío XII, como el mismo Jesucristo, ha sido en estos cinco decenios desde su muerte, una “bandera discutida” de la que unos y otros desean apoderarse para agitarla ventajosamente a su favor.
Se suele decir, refiriéndose a personas que han sido incomprendidas en su vida y en su actividad, que “la historia les hará justicia”. Es verdad y ojalá así sea, pero hay que añadir que la historia en ocasiones hace también injusticia. Porque, en definitiva, la historia la hacen los historiadores y éstos como hombres, no están exentos de pasiones, de fobias, de malas interpretaciones, de ambición de poder e influencia, de “falsas verdades” creadas por ellos. La pura objetividad histórica no está –nunca lo ha estado- al alcance completo de los hombres. Con todo, el historiador, que, con buena voluntad y simpatheia, entra en las intenciones y motivaciones de los personajes históricos y de los acontecimientos de su vida a través de los documentos, está más capacitado que los demás para recrear fielmente la verdad histórica y para, con honestidad, plasmarla por escrito en su obra. En otras palabras, tiene el poder de hacer justicia y vencer la injusticia histórica que rodea a tantos hombres sobresalientes, independientemente de su rango, de su profesión, de su estado o de sus creencias. Aquí radica la diferencia esencial entre el historiador y el pa nfletista, entre el historiador por vocación y el que no lo es.
Pío XII fue un hombre de su tiempo (no podía ser de otra manera), un papa de un momento histórico particular tanto en la vida de la Iglesia como en el escenario europeo y de los demás continentes y naciones. No corresponde a la vocación del historiador hacer la apología de su biografiado, digamos de Pío XII, pero tampoco “demonizarlo”, reducirlo a una sola dimensión de su personalidad o interpretar su pontificado bajo la perspectiva de un único acontecimiento: su actuación respecto al pueblo judío, durante el segundo conflicto mundial (1939-1945), que siendo importante no es el único ni el más significativo. En la medida de lo posible, se han de tener en cuenta todas las facetas de la personalidad, todos los acontecimientos del pontificado, todas las enseñanzas de su magisterio, toda su vida: tanto la pública como la privada, todo el intrincado ovillo de las relaciones con los pueblos y las naciones de la época. Un Pío XII, por así decir, pluridimensional e integral, no una caricatura del mismo; el Pío XII real, no el creado por los prejuicios y la ideología.
Ningún historiador serio puede negar el amor sincero del papa Pacelli por el pueblo judío y su extraordinario interés práctico y eficaz por salvar del genocidio al mayor número posible de ellos. Ningún historiador serio puede negar tampoco su particular afecto por el pueblo alemán y, en consecuencia, sus notables esfuerzos por salvar a la Iglesia católica de las garras del fascismo y de la paranoia de Hitler. ¿Cómo lograr mantener estos dos intereses en la balanza histórica del momento, sin que uno de ellos quede perjudicado, yendo uno en detrimento del otro? Esta es la verdadera pregunta a la que los historiadores han de buscar justa respuesta, no de modo apriorístico o ideológico, sino a través de la documentación completa hasta ahora accesible, críticamente analizada. A la luz de esa pregunta se ha de iluminar, por ejemplo, la discreción del papa, el así llamado “silencio” ante la Shoah, su actuación “política” oculta e indirecta, su ayuda infatigable y permanente a los judíos, incluso personal, pero sobre todo a través de las instituciones católicas. No faltan historiadores que han visto en la prudente actitud del Santo Padre el modo más justo20y eficaz de salvar a quienes, judíos o no, estaban condenados a una muerte segura e inhumana.
La huella y el significado del pontificado de Pío XII en la historia, en estos cincuenta años pasados desde su muerte, son en gran parte independientes del historiador y del modo cómo éste interprete la persona y el quehacer diplomático, institucional y magisterial del papa Pacelli. Lo que no es del todo independiente del historiador es la visión que los hombres del futuro tengan de esa historia. De esa visión puede resultar que el pontificado piano tenga mayor o menor influjo futuro, deje una huella más o menos marcada en el devenir histórico. Por eso, la responsabilidad del historiador es grande de cara a la construcción del futuro. Por eso, el historiador no debe ceder a otras instancias
-a veces sumamente atractivas y seductoras- que no sean la búsqueda sincera y honesta de la verdad. Sucede, por otra parte, que la historiografía posee en sí cierta capacidad de corregirse a sí misma con el paso de los lustros y decenios, con lo que la reconstrucción histórica poc o a poco se va decantando más y más, hasta llegar, a largo plazo, a un cierto equilibrio entre la verdad histórica y la realidad de los hechos. Estas reflexiones son importantes, en nuestro entender, al cumplirse el cinquentenario de la muerte de Pío XII, porque, hay que decirlo, buen número de los historiadores no han hecho gala de honestidad al reconstruir y narrar los acontecimientos de su pontificado, al pergeñar su figura y su personalidad en el tiempo y en el espacio que le tocó vivir. Es deseable que la historiografía del futuro revise y corrija, en lo que sea necesario, la de estos decenios pasados para que la figura y el pontificado de Pío XII aparezcan, sí con sus luces y sombras, pero por ello en toda su verdad.
Se destaca, del magisterio de Pío XII, el hecho de ser con mucho el más citado en las Constituciones, Decretos y Declaraciones del Concilio Vaticano II: son citadas 15 encíclicas con 65 citaciones y se hallan 87 referencias de otros documentos. Es un indicio claro de que para los padres conciliares el magisterio piano era un magisterio vivo, sumamente rico, abarcador de todos los grandes temas tratados, discutidos y aprobados en el Concilio. Durante los 19 años de su pontificado, en efecto, el papa Pacelli abordó con gran competencia y profundidad todas las cuestiones doctrinales de fe y de moral, que interesaron a los hombres de su tiempo. Para todos, en sus diversas categorías profesionales, tenía una palabra acertada, iluminadora de la mente y orientadora del obrar. Quedarse, sin embargo, en el mero número de citas me parece superficial e insuficiente. Hay que llegar a los contenidos de esas citas, a las reflexiones que llevaron a los padres del Concilio a incluir esas citas en los diversos documentos. Hay que preguntarse si hubiese sido posible el concilio Vaticano II sin ese magisterio pontificio, si Juan XXIII hubiese tenido la osadía de convocar el Concilio si no hubiese encontrado y no hubiese sido estimulado por ese intento de concilio que Pío XII no se decidió a convocar por las circunstancias de su vida personal y de la historia humana. Hay quienes subrayan la ruptura de los documentos del Vaticano II con el pasado. Conviene más bien hablar de novedad, pero una novedad que se engarza dentro de una continuidad con la tradición doctrinal, litúrgica y disciplinar de la Iglesia, y sobre todo con el magisterio piano; una continuidad diacrónica plurisecular que contribuyó de modo significativo a la sincronía de la novedad conciliar, sincronía altamente apreciada y celosamente buscada por el papa Pablo VI, verdadero timonel de la asamblea conciliar a partir de la segunda sesión del Vaticano II.
Si fijamos nuestra atención en los documentos estructurales del Concilio, la Constitución dogmática Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia fue precedida por la reforma que ya en gran parte fue realizando Pío XII durante los años de su pontificado, particularmente mediante la encíclica Mediator Dei y las normas litúrgicas que de ella se derivaron, por ejemplo, para la celebración eucarística, el rezo del breviario, etcétera. La Constitución dogmática sobre la divina revelación, Dei verbum, de cierto no hubiese sido posible sin la encíclica Divino afflante Spiritu del año 1943, que fue considerada por los estudiosos como una bocanada de aire nuevo para la exégesis católica. ¿Y qué decir de la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium? Sin la encíclica Mystici Corporis Christi, ¿hubiese sido ésta la misma que es en su estructura que en sus contenidos fundamentales? Y los diversos temas de la Constitución pastoral de la Iglesia en el mundo, Gaudium et spes, ¿hubiesen sido abordados de la misma manera sin el magisterio de Pacelli sobre la concepción del hombre, sobre el ateísmo, sobre las relaciones entre las naciones, sobre el matrimonio y la f amilia, sobre la moral, sobre la cultura, sobre la vida económica y social? Y, para no ser prolijos, digamos que algo semejante podría decirse de los otros doce documentos del Concilio Vaticano II, en temas de tanta valencia actual como la educación, la libertad religiosa, los medios de comunicación, la vida religiosa y el ministerio pastoral, etcétera.
Pasando a un aspecto poco tenido en cuenta, como es la espiritualidad y santidad de Pío XII, los testimonios de que disponemos documentan una vida espiritualmente rica y moralmente intachable en Pacelli. El título de Pastor angelicus le encaja como anillo al dedo. Su majestuosidad litúrgica, su profundo recogimiento en las ceremonias, sus gestos solemnes, la nobleza de su porte y su mirada casi mística hacían sentir y palpar a los peregrinos la presencia cercana del Dios trascendente, la majestad divina que se hace visible en su vicario junto con su amor y misericordia. Ver a Pío XII, sobre todo en las celebraciones litúrgicas, era para sus contemporáneos como una invitación impelente a entrar en un espacio sacro, en la esfera del Dios vivo y verdadero. La disciplina y austeridad de vida, según cuentan quienes le conocieron de cerca,=2 0fueron en él ejemplares; su espíritu de penitencia y sacrificio, extraordinarios; su vida de oración y de intimidad con Dios, propia de un alma que vive habitualmente en el mundo sobrenatural; su devoción a María, de ternura filial. En el trato con los íntimos y conocidos, era de una encantadora sencillez; en las relaciones oficiales de papa o de jefe de estado, de una elevada nobleza. Como obispo de Roma se preocupó de las necesidades tanto espirituales como corporales de sus hijos, particularmente durante la segunda guerra mundial y los años inmediatamente posteriores; como Pastor de la Iglesia universal, iluminó con su enseñanza, a través de numerosos escritos, discursos y homilías, las conciencias y dio orientaciones prácticas para dirigir el comportamiento y la actuación de los católicos en el ambiente familiar y profesional, en el campo político, socio-económico y cultural.
Aquí surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué Pío XII no ha sido beatificado ni canonizado? ¿Por qué su causa, que fue introducida en el pontificado de Pablo VI, no ha seguido adelante? ¿Qué es lo que ha impedido a la Iglesia elevar a los altares a un hombre y a un papa de vida ejemp lar y de reconocida santidad, ya durante su vida? Se puede buscar una respuesta mediante una mirada retrospectiva a los cincuenta años pasados desde su deceso, una respuesta que requeriría mucha dedicación, mucha ciencia histórica y que sería, por tanto, una respuesta larga, intrincada y compleja, difícilmente satisfactoria para todos, hiriente y lacerante para no pocos. Sea bienvenida esa respuesta, que es necesaria y será provechosa para la Iglesia y para la sociedad civil, con todo nosotros queremos mirar hacia el horizonte temporal que tenemos por delante, queremos lanzar una mirada de proyección hacia el futuro. Consideramos urgente eliminar con prudencia y con tesón los obstáculos “políticos”, y esforzarse porque la causa de beatificación se acelere y llegue pronto a feliz término.■
Padre Roberto Mena, ST
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