Cuando tenía 16 años, aspirar a la santidad estaba fuera de cualquier discusión. Yo creía que si verdaderamente querías ser santo tenias que ser un sacerdote, una monja o pertenecer a alguna congregación de religiosos y había que pasar todos los días haciendo “cosas religiosas” como rezar, predicar, dar clases de catecismo o servir a los pobres. Yo había desarrollado entonces un interés por el sexo opuesto y aspiraba a una carrera como músico y por lo tanto no calificaba. A lo más que podía aspirar era no quebrantar los diez mandamientos, confesarme cuando pecaba, ir a misa todos los domingos y soltar unas cuantas monedas en la urna cada semana. Así por lo menos podría llegar al cielo después de una breve estadía en el Purgatorio. Sin embargo, la verdadera santidad estaba fuera de mi alcance.
Si la santidad se tratara de tu estatus marital o de lo que haces para ganarte la vida, yo hubiera estado en lo correcto. Sin embargo, el Concilio Vaticano Segundo deja perfectamente claro que yo estaba equivocado en mis asunciones. La santidad no se trata de lo que haces si no de con cuanto amor lo haces. La santidad es la perfección de la fe, de la esperanza y compartir de la misma naturaleza de Dios que es el amor (1 Juan 4:8). Me refiero a la clase de amor que da libremente a los demás, que incluso ofrece sus prioridades, sus intereses y su propia vida por otros.
¿Es la santidad algo difícil de lograr? No. Es imposible. Por lo menos por nuestras propias fuerzas. Pero eso es lo que lo hace tan emocionante. Dios nos invita a una relación intima con él a través de Jesús. El hace su morada dentro de nosotros y hace posible que podamos amar con Su amor. La gracia es el amor de Dios que entra en nuestros corazones como un regalo inmerecido que nos permite ser como Dios.
¿Significa que debemos pasar todo nuestro tiempo metidos en una capilla? No. Quiere decir que diariamente tenemos que hacer cosas ordinarias con un amor extraordinario. La Virgen María, nuestro más grande ejemplo de santidad, era madre y ama de casa. Jesús y José, su padre adoptivo, aparentemente pasaron la mayor parte de su vida haciendo labores manuales. Pero cuando María lavaba, lo hacía con amor. Cuando Jose construía una mesa, lo hacía con amor. Cuando encaraban alguna dificultad lo hacían con fe, esperanza y amor.
La santidad es para todos los bautizados, sin importar su personalidad, su carrera profesional, su edad, su raza o su estado marital. En el bautismo renacemos con los músculos espirituales necesarios para llevarnos hasta la línea final. Sin embargo, estos músculos deben ser nutridos y ejercitados si es que han desarrollarse y llevarnos por todo el camino. Dios nos provee del sustento necesario para nuestro desarrollo en su Palabra y la Eucaristía. Nos envía muchas oportunidades para ejercitarnos.
Pero el problema es que muchos evitamos ejercitarnos porque puede ser incomodo. Nos “estiramos” un poco para terminar nuestros estudios, para destacar en los deportes, para ganar el corazón del amor de nuestras vidas, pero cuando se trata de las cosas del Espíritu a menudo somos perezosos.
Leon Bloy, un escritor católico francés, dijo una vez que “la única tragedia en la vida es no llegar a ser santo”. La santidad se trata de darnos cuenta de nuestro potencial más grandioso y profundo para convertirnos en quienes estábamos destinados a ser. ¡Qué pena seria no lograrlo!
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