Tuesday, October 09, 2012

grandeza del concilio vaticano segundo

El Concilio, éxito y grandeza
De camino al cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II recordamos que Juan XXIII pidió oraciones a los niños para el éxito del Concilio, es el poético mar de belleza de la pequeñez grande.


En estos días apasionantes encontramos situada sobre el tapete la magna celebración del cincuenta aniversario del inicio del sagrado Concilio Vaticano II. ¡Uno de los hechos más importantes de la historia de la Iglesia! En el Concilio toda la Iglesia aparece reunida junto al Romano Pontífice, implorando el Espíritu Santo. Ya en 1961, el Santo Pa dre Juan XXIII en relación a lo que sería el Concilio Vaticano II, proclamaba: “Repítase así ahora en la familia cristiana el espectáculo de los Apóstoles reunidos en Jerusalén después de la ascensión de Jesús al cielo, cuando la Iglesia naciente se encontró unida toda en comunión de pensamiento y oración con Pedro y en derredor de Pedro, Pastor de los corderos y de las ovejas. Y dígnese el Espíritu divino escuchar de la manera más consoladora la oración que todos los días sube a Él desde todos los rincones de la tierra: ´Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés, y concede que la Iglesia santa, reunida en unánime y más intensa oración en torno a María, Madre de Jesús, y guiada por Pedro, propague el reino del Salvador divino, que es reino de verdad, de justicia, de amor y d e paz. Así sea´.”.


El Santo Padre Juan XXIII convocando el Concilio Vaticano II plantó una menuda semilla. Pero ésta se desarrolló hasta formar un magnífico árbol. Grandeza del Concilio que tanta relación dice a la verdadera grandeza, a la grandeza infinita del Espíritu. Espíritu Santo que tanto ayudó e iluminó a los Padres conciliares.

El Concilio respondía al aquí y ahora. Respondía a las necesidades, inquietudes, angustias e ilusiones del hombre moderno. Iluminaba a un mundo nuevo que traía a sus espaldas luces y sombras: grandes desarrollos científicos y tecnológicos, guerras mundiales, deseo de justicia, etc. En particular, no estaba ausente de algunos contemporáneos el creer que el hombre se encontraba dotado de grandeza tan extraordinaria y fantástica que no necesitaba de Dios para organizar el mundo. Para ese er rado hombre, orgulloso e hinchado, la sociedad no necesitaba de Dios. El Santo Padre Juan XXIII decía: “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. (...). La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios.”. En efecto, la grandeza de la autosuficiencia, la del hombre que no cuenta con Dios para organizar la sociedad, no es sino una falsa grandeza. Así, la grandeza del soberbio no es sino una pequeñez. Aquí el gigante se convierte en enano. Y el brioso y raudo corcel se desboca.

El éxito del Concilio es una grandeza, pero una grandeza sobrenatural. Del mismo modo que hay grandeza en el Cristo amado que siendo Dios se hace hombre, siendo infinito se hace pequeño, y se esconde en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María. Aquí lo pequeño es grande. El infinitamente majestuoso se convierte en un bebé.

¿A quién pues confiará el Santo Padre Juan XXIII el éxito del Concilio? ¿Será acaso a los gigantes, a los genios, a los sabios, a los estadistas, a los poseedores de las riquezas, a los que pintan mucho en el mundo? ¿No será a los pequeños, a los machacados, a aquellos cuya fortaleza física ha sido doblada o rota? ¿No será a la tortuga coja a quién lo confiará? ¿No lo confiará a los que llevan la cabeza vendada y van en muletas? La respuesta no puede ser más desconcertante para el hombre autosuficiente. Hela aquí: “(...) pero encomendamos el éxito del Concilio, de modo especial, a las oraciones de los niños, pues sabemos bien cuán poderosa es delante de Dios la voz de la inocencia, y a los enfermos y dolientes, para que sus dolores y su vida de inmolación en virtud de la cruz de Cristo, se transformen en oración, en redención y en manantial de vida para la Iglesia.”.

Al leer estas afirmaciones del buen Juan XXIII se renueva fácilmente en el espíritu el recuerdo de la hermosura de la religión verdadera, católica. Belleza de la religión del Dios que se hace bebé, del Dios que es Amor y que dulcemente sonríe con ternura, del Dios que espera nuestra adoración escondido en la Sagrada Eucaristía, del Dios que desciende a vendar heridas de los enfermos, del Dios que se abaja a besar las llagas de los leprosos, del Dios que se inclina sobre los pequeños y se hace pan tierno para ellos, del Dios que como pelicano piadoso les da a comer verdaderamente su carne y les da a beber su verdadera y adorable sangre, del Dios que genero samente y cariñosamente les muestra su corazón desde la hendidura de la lanza en su costado. Con Cristo, doctor de caridad, se entiende que cada niño es un poema de Dios, y que los niños pueden ser instrumentos del Espíritu Santo para una obra maravillosa, magnífica, verdaderamente grande, también para el triunfo de la conmemoración del cincuenta aniversario del sagrado Concilio Vaticano II. ¡Qué por los niños y sus santos ángeles custodios sea grandemente alabada la Santísima Trinidad! ¡Magnífico concierto de inocencia, sencillez, humildad, belleza y cariño! ¡Que los niños contribuyen grandemente a inflamar los corazones con el fuego del Espíritu Santo! ¡Y enciéndanse los corazones en ardiente amor a Dios!